Capítulo 6. El bisturí oxidado (India – parte I).
30 de septiembre de 2014.
Querida abuela,
Esta crónica está dedicada solo a ti.
P.D.: Sé que no entiendes muy bien esto que estamos haciendo. Me refiero a lo de dejar el trabajo, venderlo todo, y empezar un viaje absurdo cuando tengo 40 años recién cumplidos y el país está como está. Pero como me conoces, también sé que sabes que pienso que la vida es como el souvenir que te traje de Estocolmo, ese que tiene forma de bola de cristal con el decorado de un pueblecito en su interior, y que se tiene que agitar de vez en cuando con la mano para levantar la nieve que reposa en su base y recobre así una belleza aún mayor. Y a lo mejor pienses que empezamos este viaje para escapar de nuestras vidas, y quizás tengas un poco de razón, pero yo te diré que viajamos para que lo que no se nos escape sea la vida. Para que cuando nos vayamos de este mundo estemos convencidos que lo hemos dado casi todo, sin podernos lamentar de las oportunidades que tuvimos y que no aprovechamos, como les pasó a los pacientes de la enfermera australiana que mencionamos en el capítulo 1 de nuestro viaje. Antes de partir, nos gustaría haber cumplido el máximo de sueños.
Pero también sé que no dirás nada. Tus pensamientos quedarán en eso, en pensamientos, y aceptarás que emprendamos este viaje sin querer interferir en nuestra voluntad. Además, creo que en el fondo también te gusta, pues te encanta recibir las postales que te enviamos de cada país que visitamos, o te apasiona leer nuestro día a día en el nuevo Tablet que os habéis comprado únicamente para poder seguirnos.
Y como no seré yo quien te vaya a decepcionar, aquí tienes un pequeño resumen de cómo fue nuestro aterrizaje en uno de los países más peculiares que existen en el mundo: La India. Y lo tendré que hacer con una pequeña mala noticia, pues la entrada al país no fue muy positiva.
Fue poco antes de subir al avión, en Estambul, cuando mi estómago empezó a dolerme. No era un dolor normal. Intenté solucionarlo yendo a los servicios del aeropuerto, pero la cosa no iba por aquí. Pensé en aguantar un poco con la esperanza de que me pasara. Además, pocas opciones más tenía, pues en unos minutos embarcábamos en el avión. Aguanté y aguanté, disimulando el dolor para que Lore no se asustara. Los que la conocemos sabemos que es un espíritu sufridor de abuela como el tuyo, atrapado en un cuerpo de chica, por lo que hechos como este le pueden afectar muchísimo. Y así estuve hasta llegar a mi asiento. El avión despegó y el dolor parecía disminuir un poco. Hasta incluso pareció desaparecer. Quizás por la distracción de una película que me gustó bastante y que desde estas líneas recomiendo, titulada “Nebraska”. Pero al acabar, el dolor venía y se iba. Intermitentemente. Hasta que llegamos a Mumbai a las 6 de la mañana. Allí pareció desaparecer del todo. Pero ni mucho menos. El tormento seguiría unas horas más tarde.
Como no podía ser de otra manera, la llegada a la India fue como es el país: rara. Solo aterrizar, nos ponen en cola y nos hacen rellenar un papel conforme no hemos estado en países con riesgo de contagiarnos del ébola, la nueva epidemia de moda. Fue extraño porque ante mi había un hombre que intentó sobornar al que repartía los papeles con un fajo de billetes en la mano. El repartidor ni se dio cuenta, pero sí su compañero, que saltó ante el sobornador con euforia preguntándole “how can I help you?”.
Cuando por fin logramos entregar el certificado llegó la hora de cruzar la frontera del aeropuerto. Llegamos ante esas casillas en las que te piden el pasaporte y que tienes que esperar tu turno. Mientras esperábamos el nuestro, vimos a una pobre española de unos 50 años mostrando dos pasaportes, el suyo y el de su marido (supongo), que estaba tirado en el suelo 10 metros más allá borracho como una cuba insultándola con palabras que no voy a reproducir aquí por si acaso lo lee algún niño.
La pobre mujer no solo sufrió los ataques de ese hombre, sino que también tuvo que aguantar que su cola no avanzara, hecho que ponía nervioso a todos los afectados. Hasta que su marido se incorporó como pudo y fue hasta el mostrador balanceándose como una campana. En ese momento, un policía acompañó a la pareja feliz hacia un cuartelillo. Nunca más supimos de ellos.
Como eran las 6 de la mañana, decidimos almorzar en el aeropuerto para cargar pilas. Era mi segundo viaje a la India, por lo que sabía que a Lore quizás le costaría un poco adaptarse. La India es dura. Mucho. Por eso no tenía prisa en coger un taxi y entrar en la selva de Bombay, que de paraíso no tiene nada (desconozco si Hawai sí lo tiene). Prefería tomar un poco de aire antes de zambullirnos en esa ciudad de 80 kilómetros de diámetro llena de gente en la que no haya coche que no toque el claxon. Todos lo utilizan. En todo momento. Aunque no pase nada. Pasan más tiempo con el dedo en la palanca del claxon que con la mano en el cambio de marchas. Me pregunto qué les deben enseñar en las autoescuelas (si es que van). Seguro que la primera lección se titula “Tocar el claxon en todo momento”. Hoy he visto a un coche que no tenía ningún otro vehículo a 10 metros a la redonda y lo utilizaba. ¿Para qué?. ¿Hacia a quién?.
Más o menos a las 7 nos decidimos y nos fuimos al centro, donde encontramos el Modern Hotel. Y no te ofendas, abuelita, pero tú tienes mucho más de moderna que ese hotel con habitaciones minúsculas llenas de humedad que te pueden llegar a deprimir como a un payaso con una nariz de segunda mano.
Como no teníamos ganas de pasar mucho rato en ese agujero, decidimos dejar las bolsas e ir a dar una vuelta. La calle del hotel era la típica de este país, con suciedad y cuervos por todas partes, un aire que transporta un olor fermentado que penetra en tu alma y que dejaría grogui al mismísimo Jean-Baptiste Grenouille, un ruido eterno que se instala en las entrañas de tu cerebro, y con gente y animales saliendo por todos sus rincones. Ojalá las fotos que mostramos pudieran transmitir el olor y el sonido además de la imagen. Si fuera así, creo que dejarías de leer esta carta ahora mismo y cerrarías el ordenador. Sobretodo si pasaras cerca de esa mujer que vimos ante un semáforo en rojo en una calle céntrica de la ciudad, que mientras esperaba para cruzar la calle, como si nada, se subió las faldas, se agachó y empezó a defecar en la acera sin importarle que nadie la viera. ¡Y de hecho era así, pues nadie la miraba! Sólo los turistas como nosotros. Aquí, la gente ya está acostumbrada a ver diariamente actos como este.
Y fue entonces cuando mi dolor volvió a cobrar vida. De hecho, nunca se había ido, pero hasta el momento había sido muy flojito. Decidimos ir al “shopping center” en el que nos registraron a fondo antes de entrar a ver si encontrábamos un poco de tranquilidad y una farmacia, pero no hubo suerte. Allí no había ninguna de las dos cosas. Solo encontramos un McDonalds con escarbamos moviéndose entre la comida cuyos trabajadores reivindicaban su inocencia alegando que los escarabajos venían del restaurante vecino, y un cine donde proyectaban la película de moda de Bollywood titulada «Bang, bang!», en la portada de la cual el musculoso actor de moda abrazaba a su enamorada con una sola mano clavándole una penetrante mirada de lince mientras con la otra mano dispara a los malos sin mirar a escasos centímetros de la piel de su amada con el consecuente peligro de quemarla.
Por lo que le describí a Lore, me dijo que tenía todos los síntomas de estar padeciendo un ataque de apendicitis. Estábamos desesperados. Lo último que queríamos es tener que visitar un hospital de un país como la India. No me imagino estirado en una camilla sucia ante un médico con un bisturí oxidado en su mano a punto de abrirme y con un título universitario de dudosa procedencia diseñado con Photo Pain colgado en la pared de su despacho.
Pero el dolor no disminuía. Y cuando vives ese tipo de situaciones te das cuenta que la vida es un instante que, en ocasiones, puede parecer más larga de lo que realmente es. ¡Tan rápido que pasa el tiempo cuando todo va bien! Sin embargo, cuando algo te duele, el tiempo se ralentiza y se alarga como un blandiblub, que nunca se acababa. Ante esa situación, optamos por coger un taxi para que nos condujera a la farmacia más próxima. El pobre no entendía nada. Así que se paró en plena calle y preguntó a unos transeúntes si alguien hablaba inglés. Afortunadamente, uno le tradujo la palabra “farmacia” en hindi, por lo que a los diez minutos apareció ante nosotros como por arte de magia. Lore saltó del coche a toda prisa y entró. Desde el coche vi que hablaban y ya me temía lo peor. Sin embargo, en unos minutos volvió con unas pastillas, que me tomé en el acto. Entonces volvimos al agujero del Modern Hotel a esperar que surgieran su efecto. Y efectivamente el dolor casi desapareció. Aprovechamos para relajar el cuerpo ante tanto estrés y tanto sueño para dejarlo dormir. Al cabo de dos horas, nos despertamos y el dolor casi había desaparecido. Optamos por aguantar a ver cómo evolucionaba. Me tomé unas pastillas cada 6 horas, y así fui olvidando el dolor con la esperanza que no volviera. Lentamente todo volvió a su estado natural y quedó en un susto que, según mi enfermera particular, puede volver a ocurrir en cualquier otro momento. Su diagnóstico, efectivamente, era que había tenido un pequeño ataque de apendicitis. Si volvía y era más fuerte, no tendríamos más remedio que llamar a la puerta de un hospital.
Como el centro de Bombay es un caos y es muy caro para tratarse de la India, decidimos buscar un hotel a las afueras, donde nos alojamos tres noches. Las suficientes para estudiar qué haríamos mientras esperábamos la moto, que tenía que llegar al cabo de unos 25 días. Así pues, decidimos coger el tren durante 13 horas y dirigirnos a Goa, una burbuja dentro del estrés de la India que hasta el año 1961 había sido una colonia Portuguesa. No nos apasiona esperar la moto, pero no tenerla también nos permite viajar con el medio de transporte más popular del país: el tren, la herencia que dejaron los ingleses durante su conquista, conjuntamente con el criquet, el deporte nacional del país, y su idioma. Si se visita la India, subirse a uno y experimentar las sensaciones que se viven es casi obligatorio. Y como esta vivencia se merece un capítulo a parte, ya hablaremos más a fondo de ella no en la próxima crónica, sino en la siguiente, que hemos titulado “concierto de ronquidos, pedos y eructos en do mayor”. Cada cosa en su tiempo.
Y así fue nuestra entrada en la India, un país que parece estar lleno de niños (los niños son niños y los adultos son niños con bigote), y en el que todo está al revés. Lo que en Europa entendemos como un símbolo nazi, en este país, el logotipo que utilizaba Hitler, invertido, es un símbolo de paz que lo puedes encontrar dibujado en todas partes; aquí puedes ver hombres con otros hombres andando cogidos de la mano, pero no porque sean gais, sino para demostrar su amistad; para decir que sí, aquí asientan la cabeza del mismo modo que en el resto del mundo la asentamos para decir que no; aquí la gente no tiene problema de bajarse los pantalones o levantarse la falda en plena calle de una gran ciudad para ponerse en suspensión y defecar ante tus ojos sin pudor alguno, y después usar la mano izquierda para limpiarse (la derecha sirve para comer); eructan y se tiran pedos a tu lado mientras estás comiendo, o escupen en el suelo sin problema no sin antes realizar un ruido con la boca que en Europa y muchas otras partes del mundo calificaríamos de “asqueroso”. Pero este es justo el problema. Si quieres visitar la India, no intentes entender nada. Ni se te ocurra comparar su cultura con la tuya. Si lo haces, puedes acabar loco y puede que te supere. Conocemos casos de personas en los que venían para pasar un mes, y no duraron ni tres días. La India es dura. Es una locura. Y como dicen que la inteligencia no es otra cosa que la capacidad de adaptación al cambio, nosotros intentamos hacerlo tan bien como podemos. Si aquí todo es al revés, nosotros nos adaptamos. Si quieres sobrevivir a un país como este no hay más remedio.
*Soñar es gratis, pero para realizar algunos, necesitas ayuda. Este trocito de sueño ha cobrado vida gracias a APIC – Asia Pacific International College, Go Study Australia,Foto24 y Dynamic Line, gracias a nuestros colaboradores, y sobretodo gracias a ti. Y no lo olvides: Si puedes soñarlo, puedes hacerlo.
Viatjar, l’última frontera, l’Índia, moto… sempre acaba fascinant pensar que un podria fer allò que algú altre ha fet. Ah, quina enveja tan malparida que em feu! Sigui com sigui, anreu amb cura i que els déus, que per l’Índia n’hi ha a bastament, us siguin realment propicis.
Jordi! Tens tota la raó! I abans de morir, s’ha d’exprimir bé la vida, que si no arribarem als últims dies i ens n’arrepentirem! De moment els més de 2.000 Déus d’aquest país ens son propicis. Espero que no s’enfadin demà! Una abraçada!!